Frente a las costas lejanas,
una paz envuelta en brisa nos saluda,
nos abruma, nos exige continuar,
el arrullo de sirena fracasa en impedirlo.
Y cuando se llega a la orilla,
no hay dios que nos abrigue,
hay sal, mente, y espíritu,
y cientos, miles de horas por avanzar.
Para luego tumbarse al sol,
sólo hace falta creerse libre,
difuminarse de la piel su nombre,
el nombre de la mujer que no dice adiós.