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Boceto

Al abrir los ojos me sorprende encontrar tu rostro con las mismas facciones, la delicadeza intacta. Le tenías tanto recelo a las discusiones cuando éramos jóvenes, decías que pelear conmigo dejaría rastros en el contorno de tus ojos, en las curvas de tu sonrisa. Me tenías prohibido levantar cualquier queja los viernes por la tarde, ¿qué importaba la gravedad del asunto? Todo podría resolverse el lunes a primera hora. Diez años después, sigo cediendo ante tus miedos.

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Minúsculas

Hugo no tiene un proceso creativo, lo que tiene es talento y una voz interna diciéndole que aún no ha llegado el momento de rendirse. Despierta cada mañana con la certeza de que será un día miserable, entonces escribe. Toma el metro, pierde el tiempo en la oficina, sale a fumar en el estacionamiento incluso cuando sus amigos (que él no considera como tal) le dicen que ya está demasiado viejo para esos vicios de adolescente. Hugo suspira, largo y tendido; le responde a esa voz imaginaria tan suya que el momento de rendirse es puntual, todos los días a las 8:00 p.m. Si se lo preguntas a secas, él mismo te dirá que no tiene ningún truco de academia, que su talento viene de mirar al pasado con recelo, seguro de que en cualquier momento podría devolverle la mirada.

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Lunes 3 de mayo, 2021

Quince años más tarde, alguien decidió que nuestro adiós no merecía una pausa, ni siquiera una coma en el tiempo; alguien temía que escucharnos decir nuestros nombres rompería aquello ya escrito, así que cuando marchaste solo pude suponer que fue con miedo, con la droga en tus venas como acompañante de este mundo al otro. Desde entonces, el remordimiento es el único sonido que me queda y cuando camino, sé que es lo único que me sigue los talones.

En el último momento, te dije lo siento aunque no pudieras escucharme. Quiero pensar que también lo dije cuando aún me sentías cerca. Te dije lo siento tantas veces que el te quiero se ahogó en alguna esquina de la habitación porque ese alguien no permitió que murieras en mis brazos, en un rincón donde conocieras el llanto.

No te imaginas lo mucho que odio escuchar a la gente decir que era tu tiempo, que estarías en un mejor lugar sin sufrimiento — tener que mantener la mirada hacia el suelo, tratar de no asustarlos con ese rencor y cinismo acumulado. La única respuesta correcta es que debí cuidarte, debí protegerte del mal que te rodeaba, debí admitir que me aterraba tenerte mucho antes de apostar todo ese amor malentendido. Incluso hoy digo lo siento antes de quererte, porque lo segundo me suena hueco sin lo primero, porque a estas alturas no sé si puedas creerme.

Alguien no nos dejó despedirnos y sin mayor remedio tuve que aceptarlo: aceptarte a ti envuelto, solucionado, silencioso en una luna que de ti no sabe nada; pensarte así, pequeño, envuelto en el sueño de un mejor lugar.

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Ego

Tocas la puerta antes de entrar a tu propia casa. Alguien te dijo alguna vez que entrar sin más era, por decir lo menos, una falta de respeto a tu propio ego. Nunca cuestionaste tal superstición, sentiste incluso vergüenza por ese segundo de duda que debió reflejarse en tus ojos. Ahora, mientras esperas (ya sea a que alguien te abra la puerta, que griten “adelante”, que toquen de regreso), piensas que nadie hubiese puesto tanta atención a tus ojos como para darse cuenta. Ni siquiera esa persona al otro lado de la puerta, a la que tanto le gusta imitarte, lo hubiera notado. Esperas otro par de segundos, el silencio se extiende desde la mirilla hasta el suelo. Si tu ego tocara la puerta, ¿quién esperaría del otro lado?

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Aniversario en coma

Los días más duros no desaparecen realmente, ni siquiera ahora que soy tan feliz como no lo he sido en años. Feliz respecto al amor romántico, claro está. El resto de las entradas en este diario en coma podrían ser malinterpretadas por alguien ajeno, pero quizá tus ojos comprendan que no se trata de ningún lamento dramático. Tales arranques de miedo y rabia suelen presentarse cuando un nuevo sentimiento crece en mí de golpe, y es que este último estruendo ha sido por él y por todo lo que representa.

Su llegada me sigue pareciendo irreal, su amor ni se diga. Lo que ha causado en mí fue más milagro que ataque, y hoy me vuelvo a sentir tranquila, tan tranquila como alguien enamorada puede sentirse. Me refiero a que aún siento los nervios del novato cada que lo veo acercarse; aún me invade esa ansia eterna de volverle a ver, de hablar de nuevo hasta dormir.

No obstante, la tranquilidad la llevo como una fogata encerrada en el pecho. Él me toca y yo veo lo que dice, siento lo que mira en mí. Me pierdo en la ternura de nuestro más torpe roce hasta el mejor calculado.

Mi confianza tardía, su fe ciega, son un manto que nos cubre, que nos resguarda hasta de mis peores hábitos. Es él mi motivo para mirar el reloj con paciencia, deseosa del día en que pueda demostrarle que aún queda en mí algo que vale la pena.

 

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La sérénade interrompue

Hace un par de días salí por un café con Benito. Dejando de lado su enamoramiento por mí, ocurrió algo inquietante. Como era costumbre, nos sentamos en el rincón abarrotado donde el murmullo y la lluvia no interrumpían el silencio; pero a pesar de que desde nuestra esquina podíamos ver todo el lugar, ésta sólo nos dejaba un leve contacto con la mesa de enfrente, la cual fue ocupada pocos minutos después por un matrimonio joven. Era una mujer hermosa, madura, de porte que rayaba en la arrogancia, de cabello rojizo y líneas mal desdibujadas en ojos y labios. Vestía elegante, como si resaltar fuera más una decisión diaria que mera costumbre; su esposo era, en la misma medida, de un atractivo casi cruel pero sin el propósito de serlo, un hombre común a fin de cuentas.

No dejé de observarlos por un largo rato. Aunque el hombre me daba la espalda, el rostro de la mujer me quedaba en la mira, y era esto lo que más me intrigaba. Lucía tan triste, de esa tristeza que se contiene y deja helado por dentro. Sus labios mordidos eran una horizontal agrietada, sus ojos nerviosos parpadeaban en un inútil intento de ahuyentar las lágrimas. En realidad, no habían peleado y esto lo sé tan bien como es posible saber cualquier cosa. El hombre había estado hablando por teléfono durante toda la escena, con hombros relajados y una voz increíblemente desinteresada. Entonces Ben se levantó por otro café y el hombre también lo hizo. En este burdo movimiento, la mirada de la mujer se cruzó con la mía. Y en esa mirada ella me había despreciado de pies a cabeza. Le había escupido a mi juventud, a mi ignorancia, a lo que ella suponía era una cita donde había amor joven y osado; en su memoria se había reflejado, en una extraña tan trivial como yo, a la adolescente que ella había sido, y en el aire se pudo sentir ese odio que la carcomía por aquello en lo que se había convertido. Reparé entonces en el frío de mis dedos y labios, pensando en el temblor que debía seguir a una mirada tan violenta como la suya.

Pero ella me miraba ya lejos, como un fantasma de lo que pensó que jamás perdería. Y yo no pude más que devolverle la mirada inexpresiva, con miedo de que lo tomara como un reto, o peor aún, como compasión. Cuando su esposo regresó, ella se levantó de la mesa y se fue. Se fue sin hacer ruido, sin que nadie le siguiera el paso a su sombra. Sin interrupción divina, la lluvia siguió cayendo, el murmullo buscó un hueco donde perecer. Sigo pensando que ese debió ser para ella el golpe final.

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UN RAPIDÍN: Ya no me basta tu fantasma, sé que tus ojos están cerrados pero aún anhelo llegar a tus oídos, cómo llegar a ti, cómo hacerte saber que te amé y no lo supe decir, sabes, eso pasa cuando uno tiene el corazón con una pata coja, siempre se llega tarde a las miradas, a los besos tiernos, a las mordiditas de labios que te hacen sentir ese cálido dolor-cariño, es el problema de tener el corazón con una pata coja, uno nunca acaba de llegar a los te amo, uno siempre llega cuando todo está perdido (…)

Continuar leyendo en: Con el tobillo partido

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El páramo

A veces no notamos ciertas cosas a menos que nos enfoquemos realmente en ellas. No estamos nunca conscientes del roce de la ropa en nuestro cuerpo, o del hecho de que parpadeamos reflexivos hasta que alguien más lo advierte. Entonces no puedes parar de notarlo por un tiempo hasta que se vuelve molesto, casi ruidoso.

Pasaron tres años antes de que pudiera siquiera notarlo y no lo hubiese hecho de no ser por el aire viciado que se había arrinconado en mis pulmones y los había vuelto más pesados. Pero si en un principio no fui consciente del lugar donde me encontraba fue por su cielo abierto, por el suelo verde que recorría kilómetros hasta perderse en la neblina, por los arroyos traslúcidos y su falta de peces.

Tienen que entender que estaba a cielo abierto en toda la extensión de la palabra, y aún así éste me presionaba el pecho, la mirada y el sueño. Yo yacía sobre la hierba y tierra empapada en lluvia, tratando de sostener el temblor de mis rodillas con las manos.

No era este mi hogar pero sí algo muy parecido. Era un lugar común para mi mente, un escondite al que acudía en automático cuando mi voluntad cedía. Estuve aquí un par de veces antes, y por mucho tiempo intenté llamar pero nadie me escuchó ni miró hacía tan terrible altura en la que me encontraba. Lo intenté siempre, pero para serles honesto, el día en que bajé la mirada me sentí a salvo. No había nadie que pudiera reprocharme mi cobardía, ni nada que me recordara el camino de regreso.

Jamás hubiera dudado de la existencia del Páramo hasta el momento en que mi psiquiatra lloró cuando salté de él.

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Ulalume

Mientras tú dormías, la brisa tocó la ventana. Por el ánimo de su ulular supuse que quería hacernos compañía en el refugio. Quizá no sabía que la cama para entonces ya estaba helada, que tus más leves suspiros encerraban un rencor pasajero.

Esa noche habíamos discutido como nunca y cuando me diste la espalda pude sentirte luchando contra las lágrimas. No me atreví siquiera a mirarte –y no por rencor, sino por vergüenza-, porque mientras tú dormías no dejaba yo de pensar en lo mucho que te amaba y en cómo la eternidad debía celar nuestras promesas tan temerarias, atemporales. Sentí vergüenza porque el orgullo no me dejó decírtelo, porque incluso la brisa fría de la noche merecía más dormir a tu lado que yo.

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La Rambla

Nuestro encuentro no fue ningún milagro, ni la vida ni el destino nos quisieron juntos. Creo de verdad que el universo intentó de todo por evitarlo. Pero fuimos en ese entonces más ingenuos, temerarios. Más imbéciles, quizá.

Fue en la ciudad más viva y entre la gente más hueca, que encontramos en nuestro roce un cosquilleo, y en el pecho nuestro pulso se correteó el uno al otro. Algún pajarillo al otro lado del mundo debió morir en ese momento en que tus ojos buscaron los míos. Algún hombre, una madre, un hijo debió morir cuando mis dedos temblaron entre tus manos. Ocurrió una catástrofe, un vaso roto, un desastre natural, un asesinato, una plegaria sin respuesta, cada que nos tocamos con vicio y amor roto.

Porque lo nuestro era un golpe al equilibrio. Éramos dos polos, y el centro de la Tierra crujía con cada esfuerzo que hacíamos por querernos. Porque yo no te confiaba mas que mis caricias incompletas, porque tú me regalabas flores marchistas en el motel, creyendo que  el romance se puede llevar a cualquier tugurio.

Fue en la calle más viva en la que el mundo nos mató de nuevo. No era yo ningún poema que fuera a arreglarte, ni eras tú mi último mal trago.

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